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Mi abuelo, Ignacio Trujillo, originario de Chupicuaro, Guanajuato. tiene 75 años aproximadamente. Salió de su tierra natal muy joven para cruzar la frontera en busca de trabajo, pues había una crisis muy grande en el país y en Guanajuato. Cruzó el desierto en varias ocasiones para emplearse en los campos de cultivo de Estados Unidos. En varias ocasiones estuvo a punto de morir en su travesía por el desierto, pero el hambre que su familia sufría lo hizo perseverar. Iba y venía de Guanajuato a Estados Unidos, hasta que se casó con María, mi abuela y se trasladó con ella y sus hijos a Sonora, donde decidieron establecerse. Mi abuelo es un hombre fuerte y trabajador, que con su empleo de albañil dió estudios a sus 9 hijos. Todos son profesionales, varios con doctorado. Él, a pesar de sus casi ocho décadas, sigue activo, luchando contra la diabétes y el reumatismo. Cultiva guayabas, mangos, uvas, duraznos, además del fruto del esfuerzo de toda una vida: cultiva la admiración de sus hijos, nietos y bisnietos.
A él dedico este escrito.
A él dedico este escrito.
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De casualidad me tocó presenciar una junta de la asamblea nacional de adultos mayores, los ex braceros. Con una manta pintada por ellos mismos, con toda la inexperiencia en rotulación pero con la firme decisión de que se les haga justicia, a los sobrevivientes del programa por el que entre 1947 y 1964 millones de mexicanos trabajaron en los campos y las industrias estadounidenses, inicialmente para reemplazar a quienes habían partido a la guerra.
Fue el señor Víctor Manuel García Irene, presidente de la agrupación quien dirigió la asamblea. Don Víctor es un hombre a quien los años no restaron porte, un líder natural, que me dejó una impresión muy fuerte. Pocas veces se topa una con alguien tan apto para guiar a la gente. Habían invitado al Delegado de Gobernación, el señor Pesqueira, quien tuvo el decoro de asistir, aunque chocaba con los intereses de esta gente. Pero su gesto amigable desentonó con su descarado discurso, en el queinformó a los abuelos que se les entregaría todo su dinero, si, pero fraccionado en cuatro mil pesos anuales. Una burla para los ancianos.
Se escucharon voces, comentarios de honda preocupación: ¿y creen que vamos a durar tanto como para que se nos pague todo así?
Mi abuelo fue bracero, igual que todos los que ocupaban las butacas del auditorio del Congreso de Estado esa mañana. Desde muy joven, él se arriesgó a morir de hambre, sed o cansancio por su familia. Dejó su juventud en los campos gabachos. Pero en cada manzana que cosechaba iba sembrando prosperidad para sus hijos, sus nietos y el resto de sus descendientes de aquí hasta el fin de la humanidad. Mi abuelo, por sí solo, nos cambió el destino.
Por eso cuando me enteré de qué trataba la reunión, no vacilé en entrar al recinto. Por un instante estaba en la casa de mi abuela. Fui recibida con el aroma de la ancianidad.
Fue un auditorio lleno con los abuelitos de alguien, con nuestros audaces viejitos que no deberían haber necesitado esa reunión, ni ninguna de las anteriores: no tienen por qué rogar al gobierno que les de lo que es suyo.
Todos ellos trabajaron arduamente, todos se arriesgaron en un momento crucial de sus vidas, todos enriquecieron las arcas de México enviando dólares cuando el país atravesaba una crisis tan o quizá más fuerte que la actual. Debieron salir solos, dejando a sus esposas, madres, hijos, su comunidad; estoy segura de que todos llevaban los bolsillos repletos de esperanza y vacíos de dinero.
Pero lograron atravesar desiertos y burlar vigilancias de la misma manera que lograron burlar la mala fortuna y la mala suerte que el destino auguraba a los de su sangre.
Por lacerar sus manos cada día y entregarle sus fuerzas, el gobierno estadounidense depositó parte de las ganancias de nuestros abuelos en un fondo de retiro, que puso en manos del gobierno mexicano, para respaldar la vejez de esos jornaleros extranjeros. Lo increíble fue que sus propios paisanos, el propio México que debió haber velado por los intereses de estas personas, han sido los causantes de tantas penas. Fueron ellos quienes los han forzado a malgastar la energía que tenían destinada a jugar con sus nietos, a sembrar su jardín, a cumplir con los sueños que cualquier joven guarda para su vejez.
Ahora deben dejar sus casas cada mes para ir a las reuniones de la asamblea de adultos mayores y aguantar los dolores típicos de su edad. No es justo lo que hacen con ellos.
El gobierno mexicano, en aquel momento apellidado Fox, les prometió pagar una indemnización por la desaparición de sus fondos de retiro, aunque sea una parte, que se acordó serían 38 mil pesos. La cantidad no completa lo que les correspondía a cada uno, pero la necesidad les obligó a aceptarla, sin intentar pelear el resto. Mas el régimen, sabiendo que trata con personas para quienes el tiempo se vuelve más precioso que el oro, se vale de eso. Para ello contrata a gente inepta, iletrada, que no pone cuidado en hacer bien su trabajo porque así se van acortando las listas de los ex braceros, que van así muriendo sin haber visto un peso de ese dinero. Unas veces son los horrores ortográficos que cometen sus empleados, otras son trabas de incompetentes en autorizar los requisitos para acreditarlos como ex braceros, y otras, la desinformación con que les llenan la cabeza, criando solo dudas en estas pobres personas. Nunca falta un alfiler que les desinfle sus esperanzas.
Ahora les han salido con la novedad de que se les otorgarán pagos anuales de cuatro mil pesos a todos, para que no digan que no les dan nada. “Mejor que se les de algo a todos, a que se mueran muchos sin que les toque”, fue el discurso falaz del señor Delegado. Parece que el gobierno de México quiere voltearles la tortilla y hacerles pensar que les está regalando lo que por derecho ya debieron haber gozado desde hace mucho.
No pasé desapercibida por los asistentes. Era la única menor de setenta años. Así, algunos me regalaron fragmentos de su historia. “yo fui jornalero en Los Ángeles California. Y también en Tucson. Soy viudo. Vengo de Agua Prieta”. “A mi no me quieren dar lo que le correspondía a mi esposo, que ya murió, porque vivíamos en concubinato. No les importa que hayamos tenido hijos, ni que yo lo acompañé hasta el final”.
Otros no me contaron nada, pero enviaron una sonrisa de gratitud por ser por un momento una de ellos. Estuve allí hasta que la reunión se acabó y fui invitada a acompañarlos cada mes.
La evolución de una sociedad se refleja en sus niños y en los ancianos. No digo más.